La ceguera de los topos


La ciudad me recibe como vomitado,
por qué no decirlo,
por estas también llamadas bocas,
fauces de dientes metálicos o arenosos,
que casi hay que escalar para que la luz,
al final, nos coja por sorpresa.

Es un día hábil más y emerjo iluso con la imagen
del aire puro, los ojos aún entornados,
se desvanece ya la duermevela
impregnada de humedad, intensos
perfumes y pieles muertas.

Aquí arriba, los ecos se confunden, no saben
si hacer caso al caos de los trasnochadores
o al taconeo regular de algunos forzados insomnes.
¿Quién mira de reojo a quién?
¿Hay altivez, hay reproche?
¿Hay envidia, culpa, burla, condena?

Los ojos diminutos de los topos, puntas de aguja,
distinguen, apenas, el día de la noche.
Pero en la galería o en el espacio exterior
para qué usar algo que apenas se echará en falta.

Lo que esconden las anteras


Algo me dice que debo abrirla,
escapar de este engañoso frío placer
y dejar que entre lo que palpita ahí fuera.

Y pruebo a retraer el botón y la abro,
y me encuentro con esa otra forma de mirar:
el canto de un pájaro me estaba esperando,
el olor intenso de la jara y de la paja, la visita
de una abeja que había errado su rumbo.

No había que buscarla, solo había que esperar,
la otra mirada resistía tácita y tranquila,
confiada porque yo seguía viviendo
y proyectaba nuevos versos sin saber.

El insecto, tras golpear el cristal en bucle,
titubea a medida que se acerca, sigue,
modifica su rumbo unos centímetros y feliz
encuentra la salida, y las plantas trabajan ya
en conquistarlo con un polen todavía más dulce.